Pude haber dejado que lo hiciera, pude haber dejado escapar ese segundo de vida de mis manos, pero en realidad la amaba, la quería a mi lado, aunque ella no me amara más a mí.
Ella apareció en mi vida una hermosa mañana de octubre, con los rizos color cobre que la caracterizaron desde siempre; su sonrisa era la perfecta representación de un cofre con diamantes, tenía la capacidad de hacernos sonreír a todos, su piel era lo que provocaba mi delito más grande, podría perderme en sus curvas a todas horas, la sabía mía, la quería mía, ella ya no me pensaba, mucha gente prefiere decir que nunca me pensó, yo, en cambio, creo que en algún momento también me amó.
Las mañanas de enero que pasamos juntos vivíamos de risas y de suspiros, de palabras hermosas y de regalos innumerables que hacíamos con nuestras propias manos, nos olvidábamos de todo, de la gente, del ruido de los carros, del amor que ya no sentíamos por el resto, nos volvimos uno mismo, unimos nuestras piezas y encontramos la armonía cual orquesta en su sinfonía más importante y nos perdimos en nuestros deliciosos y maravillosos segundos de tiempo.
Ella me había dicho antes que estaba cansándose de esta relación, que no era justo que ella diera todo de su parte y yo sencillamente llegara tarde del trabajo, sin hambre de nada, sin hambre de su comida, de su piel y de sus labios. Me lo reclamó tantas veces, las mismas veces que me hice el tonto y no quise escucharla, hasta que por primera vez lo intentó.
Salió a nadar con sus amigas, y pasó un minuto hasta que se le vio frente a las otras, tendida en el suelo, casi sin pulso; en aquel tiempo dijimos que había sido un accidente. La segunda vez, llegué temprano del trabajo, con el antecedente de su salida al mar decidí que debía ponerle atención a la mujer a la que amaba, a la que amo, todo parecía misterioso y tuve miedo, ese mismo miedo que sentía cuando mamá me contaba del coco para que me durmiera y aunque son cosas en magnitud diferente, un niño siente el mismo miedo por el coco que un adulto por perder al amor de su vida y tener que sentirse responsable de su muerte; la encontré en la tina, perdiendo en cascadas ese líquido escarlata que le sonrojaba las mejillas cuando estaba apenada.
Estaba perdiendo a la mujer de mi vida, por no ponerle la atención requerida, ella lloró cuando depertó en un hospital y me vio frente a ella, me pidió que me acercara a ella y me susurró al oído: "Ya no te quiero", los médicos dijeron que se recuperaría pero que necesitaba estar cerca de la gente a la que ella amaba, entonces, me volví un estorbo.
La tercera vez, cuando ya no vivíamos juntos, llegó a visitarme a la casa, me dijo que me amó profundamente, pero que yo me había encargado de apagar el amor que ella sentía por mí, que había intentado suicidarse porque se sentía culpable de no amarme, dijo que habría querido pasar el resto de sus días conmigo, que esa fue la promesa que nos hicimos al casarnos y que si el amor se había acabado no quería alejarse de mí y verme sin ella y además, con una promesa no cumplida, por eso había intentado irse de mi lado de ese modo, por eso había querido morir en casa, para poder pasar sus últimos minutos a mi lado.
Después de eso, me dijo que iría a caminar un poco, que necesitaba respirar, que no soportaba la idea de verme e intentar amarme y no lograrlo, ella no se dio cuenta, la seguí y al verla parada junto a ese barranco, pensé que no podría estar viendo lo hermosa de la ciudad al tiempo que lloraba, me acerqué a ella en el momento adecuado, estuvo apunto de intentar volar como los pájaros, habiendo antes hablado conmigo, para llevarse consigo mis últimos gestos y mis últimas palabras, pero lo evité, porque la amo, porque prefiero verla lejos antes que no volver a verla, o al menos eso era lo que yo pensaba.
La cuarta vez, vino a casa un fin de semana, traía ese hermoso vestido blanco de flores rojas, aquel vestido que le hacía ver tan bella como cuando estuvo embarazada, me dijo que en estos últimos meses había ido a terapia y que había recordado muchas cosas que la habían lastimado, dijo que jamás iba a perdonarme que la haya tocado cuando esperaba a nuestro hijo, dijo que no podía entender como después de que yo le hiciera perder ese trocito de sí ella se hubiera quedado, dijo que no podía verme más y que las promesas son para cumplirse, que lo sentía mucho, pero que debía cumplir con aquella promesa.
Pude haber dejado que lo hiciera, pude haber dejado escapar ese segundo de vida de mis manos, pero en realidad la amaba, la quería a mi lado, aunque ella no me amara más a mí; y si el único modo era ese, entonces no habría más que aceptar la derrota, cuando ella se acercó la pistola a la cabeza, le dije: "deja que sea yo quien cumpla la promesa"; puse la pistola en mi boca y terminé con la historia.
Pude haber dejado que lo hiciera, pude haber dejado escapar ese segundo de vida de mis manos, pero en realidad la amaba, la quería a mi lado, aunque ella no me amara más a mí.
Ella me había dicho antes que estaba cansándose de esta relación, que no era justo que ella diera todo de su parte y yo sencillamente llegara tarde del trabajo, sin hambre de nada, sin hambre de su comida, de su piel y de sus labios. Me lo reclamó tantas veces, las mismas veces que me hice el tonto y no quise escucharla, hasta que por primera vez lo intentó.
Salió a nadar con sus amigas, y pasó un minuto hasta que se le vio frente a las otras, tendida en el suelo, casi sin pulso; en aquel tiempo dijimos que había sido un accidente. La segunda vez, llegué temprano del trabajo, con el antecedente de su salida al mar decidí que debía ponerle atención a la mujer a la que amaba, a la que amo, todo parecía misterioso y tuve miedo, ese mismo miedo que sentía cuando mamá me contaba del coco para que me durmiera y aunque son cosas en magnitud diferente, un niño siente el mismo miedo por el coco que un adulto por perder al amor de su vida y tener que sentirse responsable de su muerte; la encontré en la tina, perdiendo en cascadas ese líquido escarlata que le sonrojaba las mejillas cuando estaba apenada.
Estaba perdiendo a la mujer de mi vida, por no ponerle la atención requerida, ella lloró cuando depertó en un hospital y me vio frente a ella, me pidió que me acercara a ella y me susurró al oído: "Ya no te quiero", los médicos dijeron que se recuperaría pero que necesitaba estar cerca de la gente a la que ella amaba, entonces, me volví un estorbo.
La tercera vez, cuando ya no vivíamos juntos, llegó a visitarme a la casa, me dijo que me amó profundamente, pero que yo me había encargado de apagar el amor que ella sentía por mí, que había intentado suicidarse porque se sentía culpable de no amarme, dijo que habría querido pasar el resto de sus días conmigo, que esa fue la promesa que nos hicimos al casarnos y que si el amor se había acabado no quería alejarse de mí y verme sin ella y además, con una promesa no cumplida, por eso había intentado irse de mi lado de ese modo, por eso había querido morir en casa, para poder pasar sus últimos minutos a mi lado.
Después de eso, me dijo que iría a caminar un poco, que necesitaba respirar, que no soportaba la idea de verme e intentar amarme y no lograrlo, ella no se dio cuenta, la seguí y al verla parada junto a ese barranco, pensé que no podría estar viendo lo hermosa de la ciudad al tiempo que lloraba, me acerqué a ella en el momento adecuado, estuvo apunto de intentar volar como los pájaros, habiendo antes hablado conmigo, para llevarse consigo mis últimos gestos y mis últimas palabras, pero lo evité, porque la amo, porque prefiero verla lejos antes que no volver a verla, o al menos eso era lo que yo pensaba.
La cuarta vez, vino a casa un fin de semana, traía ese hermoso vestido blanco de flores rojas, aquel vestido que le hacía ver tan bella como cuando estuvo embarazada, me dijo que en estos últimos meses había ido a terapia y que había recordado muchas cosas que la habían lastimado, dijo que jamás iba a perdonarme que la haya tocado cuando esperaba a nuestro hijo, dijo que no podía entender como después de que yo le hiciera perder ese trocito de sí ella se hubiera quedado, dijo que no podía verme más y que las promesas son para cumplirse, que lo sentía mucho, pero que debía cumplir con aquella promesa.
Pude haber dejado que lo hiciera, pude haber dejado escapar ese segundo de vida de mis manos, pero en realidad la amaba, la quería a mi lado, aunque ella no me amara más a mí; y si el único modo era ese, entonces no habría más que aceptar la derrota, cuando ella se acercó la pistola a la cabeza, le dije: "deja que sea yo quien cumpla la promesa"; puse la pistola en mi boca y terminé con la historia.
Pude haber dejado que lo hiciera, pude haber dejado escapar ese segundo de vida de mis manos, pero en realidad la amaba, la quería a mi lado, aunque ella no me amara más a mí.